El Ocaso del Dios de la Ira – Capítulo 13
El día amaneció despejado sobre la costa. Las gaviotas sobrevolaban el muelle y el sol reflejaba su luz sobre las aguas tranquilas. Era un día aparentemente normal, uno de esos en los que la rutina daba la ilusión de que nada malo podía ocurrir.
Quillo estaba en casa del viejo Simón, ayudándolo a reparar las redes mientras Mary preparaba algo de comer. El mar se extendía sereno frente a ellos, con apenas una brisa suave que agitaba las ropas tendidas en una cuerda cercana.
“¡Muchacho, cuidado con esa red!” gruñó el viejo pescador mientras Quillo enredaba sin querer un trozo de cuerda en sus pies.
“Jajaja, ya voy, viejo Simón,” respondió el muchacho entre risas. “Te juro que esta red tiene vida propia.”
“Sí, y tú tienes manos torpes,” replicó el anciano, riendo a medias.
Mary, desde la puerta, intervino con una sonrisa divertida. “Si ustedes dos siguen así, acabarán pescando más nudos que peces.”
Simón soltó una carcajada ronca. “Hahaha, esta chica tiene razón. ¡Ven, Quillo, aprende de ella, que al menos sabe usar las manos!”
Quillo fingió ofenderse. “¡Oye! No puedes ponerte de su lado siempre.”
“¿Y quién dice que no puedo?” respondió Mary, riendo mientras le ofrecía un trozo de pan al abuelo. “Además, no me conviene que te pongas muy cómodo, Quillo. Si no trabajas, no almuerzas.”
“¡Eso es chantaje!”
“Es amor,” replicó ella con picardía, dándole un ligero golpe en el brazo.
El viejo Simón observó aquella escena con una sonrisa disimulada. En su mirada cansada había ternura y un toque de nostalgia.
“Ah, juventud… disfruten mientras puedan. El mar cambia rápido, y nunca sabes cuándo el viento soplará en contra.”
Mary frunció el ceño. “Abuelo, siempre dices cosas raras justo cuando uno se ríe.”
“Porque la risa te adormece, niña,” dijo él mirando al horizonte. “Y cuando el mar duerme, es porque está preparando su furia.”
Por un instante, todos guardaron silencio. Solo se oía el rumor de las olas y el graznido lejano de las aves.
Entonces, Mary frunció el ceño. “Abuelo… ¿ves eso?”
El viejo Simón se incorporó lentamente, llevando una mano a la frente para cubrirse del sol. En el horizonte, donde antes solo había agua y cielo, ahora se distinguía una columna delgada de humo.
“Tal vez… solo sean pescadores,” dijo Quillo, aunque su voz sonó más insegura que convencida.
Simón negó con la cabeza. “No, muchacho. Los pescadores no viajan en grupos tan grandes. Mira bien… esas no son velas comunes.”
El corazón de Quillo se aceleró. “No puede ser…”
El viejo apretó los dientes. “Sí puede. Esas son velas ennegrecidas. Y ese humo… es de aceite ardiendo. Son barcos de guerra, o algo peor.”
Mary dio un paso atrás, con el rostro pálido. “¿Piratas?”
“Corre, muchacho,” dijo el anciano sin apartar la mirada del mar. “Corre al centro de la aldea. Avisa a la guardia y al capitán Serhan. ¡Rápido!”
Quillo dudó un instante, mirando el humo. “Y tú, viejo—”
“¡Haz lo que te digo!” rugió Simón. “Yo cerraré la choza y esconderé las provisiones. No es la primera vez que el mar trae demonios.”
Mary tomó el brazo de Quillo. “Voy contigo.”
“No, Mary, no es seguro.”
“Entonces más razón para no dejarte ir solo. ¡Vamos!”
Quillo asintió sin perder más tiempo. Ambos corrieron por el camino costero, dejando atrás la casa del viejo pescador, mientras este apilaba redes, cerraba los barriles y echaba los pestillos de la puerta.
Al llegar a la entrada de la aldea, el sonido de una campana resonó débilmente. Algunos aldeanos empezaban a salir de sus casas al notar el humo en el horizonte.
“¡Alerta! ¡Piratas al sur!” gritó Quillo, abriéndose paso entre la gente hasta llegar a la plaza donde el capitán Serhan y varios guerreros entrenaban.
El capitán se giró con el ceño fruncido. “¿Qué dices, chico?”
“¡Barcos, capitán! ¡Barcos ennegrecidos, humo, y velas negras! ¡Vienen hacia aquí!”
Serhan palideció un instante, luego gritó: “¡Tomen posiciones! ¡Avisen al Consejo! ¡Todos los hombres de combate, reúnanse en la plaza!”
El caos comenzó a extenderse.
Mary fue conducida por un grupo de mujeres hacia el templo central, donde varias jóvenes y niños eran reunidos bajo la supervisión de Eileen, la hija del líder Ardan. La muchacha intentaba mantener el orden con calma y autoridad.
“Entren todos, rápido,” decía Eileen. “El jefe Ardan está reforzando las defensas, y deben permanecer aquí hasta que pase el peligro.”
Mary la miró con ansiedad. “¿Y Quillo?”
“Él luchará con la guardia. Confía en él. Debemos hacer nuestra parte también,” respondió Eileen, intentando sonar serena, aunque sus manos temblaban.
Mientras tanto, en la periferia de la aldea, donde las casas eran más pequeñas y humildes, Loretta estaba ordenando algunas ropas cuando un rugido lejano, seguido de un estruendo, hizo vibrar las paredes.
“¿Qué fue eso?” murmuró.
Lux, que estaba afuera limpiando la entrada, se giró. En el horizonte, a lo lejos, se veían sombras enormes acercándose al puerto, y el humo empezaba a cubrir el cielo.
El corazón de Loretta dio un vuelco. “No… eso no puede ser…”
Las voces de los vecinos empezaron a llenarse de pánico.
“¡Barcos! ¡Están desembarcando!”
“¡Traigan a los niños!”
“¡Cierren las puertas!”
Lux corrió hacia su madre. “Mamá, entra, rápido.”
Ella lo tomó del brazo, temblando. “No podemos huir, Lux… estamos demasiado cerca del mar. Si corremos, nos alcanzarán antes de llegar al centro.”
Los perros ladraban, los niños lloraban, y el caos se apoderaba de las calles. Las familias intentaban esconderse, pero ya se escuchaban los golpes de los remos y las voces graves de los hombres que se acercaban desde los barcos.
Lux miró hacia el mar y tragó saliva. Las siluetas de los navíos ya eran visibles, enormes, cubiertas de brea y hierro, con símbolos extraños pintados en las velas.
El rugido de los cuernos de guerra resonó sobre la costa.
Loretta lo tomó del rostro. “Pase lo que pase, no te separes de mí.”
Y mientras las olas golpeaban con fuerza la arena, los piratas del Mar de Juno comenzaban a desembarcar en la playa, su avance marcado por el fuego y el olor del aceite ardiendo.
El día más oscuro de la aldea Maki acababa de comenzar.
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